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el bolso de Pili

te lo juro, por el plástico más duro

intervalo

intervalo

Y mientras tanto, que era como decir entonces, cuando lo era todo, seguían llegando los cantos de los pájaros, volvían los fríos tal como se iban y las modas pasaban dejando esa huella que nos hacía anticuadas. Esas que nos hacía ser nosotras mientras que otras nos miraban con cara de reprobación por andar trasnochadas.

Entonces, mientras tanto, los tacones seguían chapurreando, el idioma cantarino, ese torcido que siempre nos han perseguido, que siempre nos han cantado, nos han silbado al dejarnos entrar detrás de las llaves en el portal. Y  una vez más, al cerrarse la puerta ha caido ese intervalo, ese tiempo quieto, parado y silencioso. Ese que nos ha dicho que hemos vuelto a casa. Que siempre volvemos a casa.

Y volvemos delante de una maleta y detrás de un viaje. Pegada de besos y harta de copas, que nunca son suficientes para ver las estrellas volar en azul y verde, en amarillo y en hielo.

Y bueno, ¡qué se yo! siempre, detrás, vuelves a casa y te miras. Y entonces te ves: tan chica, tan menuda, tan diferente a cómo te fuiste aquella vez que no sabías que siempre, al final, siempre, se volvía a casa. Entonces, y ahora, más que entonces, sigo oliendo a casualidades, a números catorce, a besos, que me gustan, ¡ay cómo me gustan los besos! y a encinas de Segura, y a campiñas de Azuaga, a tiendas con TPI de Londres, de Roma, a bolsas de tirantes de tela, con nombre pretencioso y altanero en su solapa. Y huelo a yo, que cada día que vuelvo soy diferente, y huelo distinta, y cada vez, huelo más a mi.

Resuenan los tacones. Otra vez. Otra vez el portal repiquetea y mi cabeza canta. Y huele a flores. Y mis labios, como entonces, saben a beso. A beso dulce, largo, que no se dónde empezo pero que aún no ha terminado. Y repiquetean y vuelvo a casa. Soy una orquidea negra.

Y siempre, en este tiempo, vuelvo a casa. Bendito tiempo muerto, desde entonces y hasta que dejemos de contarnos cuentos, bendito tiempo muerto, infinito mientras dure y eterno mientras no haya remedio.

Ese que siempre hace nuevos los besos. Es más, ese que cada vez hace más nuevos y diestros esos besos.

la puerta azul

Ayer pinté la puerta de mi casa de azul. Por fuera está intacta, pero por dentro, es azul mar, azul griego, casi turquesa, azul de playa de arenas blancas, azul de sonrisa de acero y azul de tu bañador y mi blog.

El bote lo había comprado a principios de año. Azul, mi azul. Un bote pequeño y sin pretensiones. Nunca me imaginé que una tarde de fin de año diera para una puerta entera. También había comprado un pequeño rodillo, para que la pintura quedase bien extendida y no necesitara lijar. Soy creativa pero perezosa (creo que por lo segundo soy lo primero), así que estaba todo listo para no hacer trabajo de más.

Pues eso, que en menos de una hora, la puerta de mi casa se volvió azul intenso. Y todo se llenó de olor a pintura y a plástico.

Todavía no me acostumbro al cambio, todavía me sorprende verla azul, y aún le falta una mano y colocar unos versos, los oportunos, para verlos cada mañana al salir a la calle y para que me abracen cuando vuelva cansada por la noche. Y me recuerden, me guíen, me sigan dando luz y cariño. Ahora sólo queda buscar esos versos y, después de aplicar la otra mano, dejarlos crecer.

Sin darme cuenta, empecé bien el año. Pintándome por dentro, llenándome de versos, que me despidan y me recojan cada día. Por fuera, mi casa sigue siendo la misma, pero por dentro tiene más luz y hace calorcito. Así va a ser mi año: decisivo, calmado y con luz, pero con cambios discretos y por dentro. Feliz año nuevo. Bienvenido. Espero que te quedes, como los demás, 365 días.

La rubia del museo

Hace poco fui a ver una sala de exposiciones. Allí, como en casi todos los sitios donde se expone arte contemporáneo, no hay que esperar mucho para que aparezcan los personajes propios de estos sitios.Claro, cada sitio tiene sus personajes y los de este tipo de lugares los tienen y bastante definidos.

No tardaron. Dejé atrás la primera sala, donde unas capas de cristales de espejos se agarraban al techo y se dejaban dar forma para ser casi humanas, entré en la segunda y al salir, ya venían los tres, por detrás de las misteriosas capas plateadas y brillantes. Por supuesto, de primeras, no me sorprendieron.

Una mujer. Dos hombres. De los dos hombres, uno era figurante. El otro, artista. Pero el artista tenía menos papel que el figurante. Digamos que era sólo para dar ambiente. En estos grupos, muchas veces, hace falta un artista. Y ese era él: camiseta sin mangas, a pesar de andar ya bien entrado el otoño. Negra, por supuesto, a juego con unos pantalones de cuero del mismo color, un par de músculos en sus brazos (previamente tatuados) y botas de cowboy, muy a su estilo, a pesar de tener acento andaluz cerrado. El otro estaba para que ella hablara y tuviera sentido todo lo que decía (al menos, alguien hacía que escuchaba su ristra de letanías). Y como lo importante era la conversación de ella, no me acuerdo de este otro personaje.

Ella. Rubia, delgada y llena de ella misma. Con un modelo que ya era de última moda en los ochenta, seguía siendo un revival de sí. Año tras año, repetida, pero con más arrugas, menos pelo y más canas. Seguía siendo imposible, pero se ve que en estos últimos veinte años se había crecido, de tal manera, que su voz, igualmente clara, cantarina y subrayada, se hizo notar desde el momento en que dejaron atrás las tres capas metálicas y llenas de reflejos.

Ella, y sus dos ayudantes, pasaron de puntillas por las salas, pero dejando sus comentarios clavados con martillo a las paredes. No dejó de hacer anotaciones al margen. Sus comentarios eran como esos corazones con bolígrafo en los márgenes de los libros del instituto. De repente, te dejan un libro para estudiar ese año y lo encuentras lleno de aburrimiento, de pocas ganas de aprender y de muchas horas perdiendo el tiempo. Esas anotaciones que no quieren decir nada, que ni siquiera son bonitos dibujos y que no hacen más que molestar al que le gusta mirar las cosas con sus propios ojos, al que es ordenado, al que le gusta el espacio en blanco... En fin, que ella, aquella mañana de domingo, sin resaca, había venido a molestar.

Ellos dos. No decían nada. Pero tampoco la mandaban callar. Sonreían, la miraban, se miraban, y dejaban pegados sus ojos en las curvas del resto de mujeres que paseaban por las salas. Quizás, para ellos, lo más interesante de aquella mañana sin vermuth. El artista consiguió escaparse. Ella en cambio se había vuelto a repetir, en este papel de llenar de tachones y marcas el pasillo, acompañada del otro amigo, que ahora que recuerdo, llevaba un sombrero de fieltro negro. Y poco más. Pues eso, el artista andaba escapado y se cayó dentro de una sala minúscula, donde había una proyección.

Yo estaba allí. Me miró, me repasó. Me sonrió. Le quité la vista de encima para seguir con lo mío, que era aquella proyección de silencio, movimientos lentos, paz, tranquilidad, expresiones calmas y pensamientos largos.

Desde el fondo del pasillo, la voz de ella se hacía más intensa. Ahora le explicaba a su otro compañero lo gracioso que había sido aquel pintor al dejar fuera de los marcos anotaciones y cómo la obra no terminaba en su papel. Se sentía brillante y se jactaba de ser la única en haberse dado cuenta de aquello (que curiosamente, estaba referido y subrayado en el resumen que sobre la obra había en una pared, pero claro... Ella no podía haber reparado en eso. No se puede hablar tanto, tan rápido y con tanta capacidad para estar pendiente de ella y de todos los demás y encima, pararse a leer quién y por qué está detrás.)

Por supuesto, oliendo al artista llegó hasta la salita. Pasó por delante mía, con un "cariño, ¿dónde te habías metido?" y con una mano larga, estirada, de uñas rojas, le exposó la muñeca y ya no le soltó, con su conversación fluida e intensa.

Por supuesto, yo me fui, y seguí mi camino, que era el que más lejos me mantuviera de ella... El camino hacia la calle, la luz y otros huecos sin los humos de su voz. Entonces, al salir, buscando los rayos del sol, me acordé de una amiga que conocí en Madrid. Un personaje raro, también excéntrico, como muchos de los que acuden a estos sitios, pero al que no le gustaba hacerse notar. Ella, mi amiga, decía que le gustaría que sus pisadas, al entrar en el Museo, se reflejaran dentro de ella y que no se escucharan fuera. Con tanta sensibilidad, que no hubiera nada de aquel sitio que no le dejara sin marca al salir, aunque fuera el simple sonido seco de sus tacones contra el mármol de las escaleras.

La rubia salió. La volvía a oir cuando me escapaba del museo. Y así me la imaginé: Si levanta sus tacones, se dará cuenta que están limpios. Sin estrenar. Seguro que rojos, de puntera y de aguja. Sin una marca, sin un gramo de polvo y con las tapas sin haber notado el peso de sus pasos. A esta mujer sólo le deja marca ella misma, con sus repetitivos vestidos de los años ochenta, aún por poner de moda y sus uñas lacadas, esas que lo señalan todo y no le dejan ver nada. Los pasillos necesitarán que los vuelvan a encerar. Las televisiones, tendrán que volverlas a encender y los ordenadores, a reiniciar. Al menos, hasta otro domingo sin resaca, no volverá por el museo.

Los globos

Todos corren. Algunos corren tanto para atrapar la vida en estas dos semanas, que se les escapa. Pero andan a trote cochinero, orgullosos de estar estresados.

Así, así están las calles. Compras, lista de regalos, apuntadas en un post it por delante y por detrás. Supermecados llenos de peticiones caras, para comidas largas e interminables, que necesitarán tiempo para la resaca y el almax.

Excesos mezclados con prisas, subidas de tensión, colesterol, cansancio... Y al final es lunes o viernes, ¿qué más da? La semana pasa tan rápido y... Se va.

Desde que han llegado estos días, es rara la mañana que no veo un globo escaparse, salir volando, huyendo, camino del sol desde las ventanas de la oficina. Estos días fríos, que nos vienen con sol y pegajosos de navidades, siempre traen caramelos y globos. Cada vez que veo uno de esos globos que se escapa, mientras por casualidad he dejado de repiquetear en el teclado para mirar por la ventana, me rio, respiro fuerte y casi pido un deseo, como haría con una estrella fugaz de verano. Y es que, ese globo, que ha dejado a un niño quejoso porque se le ha escapado, a mi me hace sonreir. Él, tan chico, tan inútil, y que se ha ido sin hacer ruido. Él, tan prescindible, me hace recordar que lo importante no es seguir repiqueteando aquí, detrás de la ventana. Me dice que lo importante es lo que muchos no somos capaces de ver, por no mirar al cielo. Por no pararnos y respirar. Y que lo que más vale, a veces, es lo que se va volando y sin hacerse notar. He tenido suerte, durante estos tres segundos que lo vi marcharse, me he reído y me he parado a vivir.

luces

Ya sabes, son tópicos, siempre lo mismo, y es inevitable: el barrio está lleno de pastores, ovejas y ángeles con alas de algodón a la salida del colegio. Las tiendas tienen más ruido y las bolsas suenan a papel de celofán. Recibes cartas, postales lejanas llenas de una nieve y unos árboles que no conoces y medios de transporte guiados por animales de cuatro patas y que vuelan. Huele a pasteles y dulces, los que hacen eses no se limitan a los fines de semana y los árboles y las ventanas se atestan de luces intermitentes.

De todo esto, me quedo con las luces. Siempre me pregunto que por qué no se utilizan todo el año. Pues eso, las luces... Me encantan las luces brillantes que ponen mis vecinos de enfrente. Llenan un árbol puntiagudo de luces azules y una cascada intermitente de colores se deja caer por el balcón. Ellos, eso sí, siguen con su casa apagada y triste, y desde luego, no creo que puedan ver el espectáculo de la ventana. Siguen con la persiana cerrada. Pero bueno, eso para ellos es navidad. Desde luego, no me queda otra que pensar que para quien ponen las luces es para mi. Tintineantes y revoltosas.

 

Y lo mejor

Y lo mejor fue que me vi bajando escalones, mitad de mármol, mitad de nieve, y yo, con un abrigo nuevo, todo de terciopelo y todo muy negro. Y bajaba, y así bajaba, así caían los escalones, deshechos de nieve, deshechos de escalones, de estructuras y no eran. Y yo, yo me reía.

Y lo mejor, lo mejor fue que todo estaba en silencio. Casi que como mucho, se oían dejarse caer los copos gordos de nieve. Bloques densos, macizos y mates, pero que no eran capaces de hacer más allá que un simple ruido sordo, seco y salado. Y no eran escalones, por lo mismo, que no eran ruido.

Y yo, lo mejor, es que sin querer, y sin tener, sin tener razones, me reía. Y entonces, todo era tan azul, tan hielo y tan yo, que no había diferencias, ni marcas ni no ser. En fin, que era justo lo que debía. Y arrastraba cosas, pero sin querer. Cosas sordas.

Y seguía bajando, hacia el hueco de las escaleras, oscuro y solo. Y mientras más bajaba, más me sentía y me parecía estar subiendo. Y después de todo, lo mejor era pensar en que daba igual subir que bajar. Que total, si iba a ser lo mismo, si iba a ser. Si iba a seguir siendo un ojo marrón oscuro y una sonrisa larga y ancha. Y hoy hay nieve, y lo mejor, es que mañana hay sol. Y por ahora, siempre va a haber sol.

Cosas

Llego a casa y me dejo caer encima de los tacones. Después, cierro la puerta, sacudo los tobillos y se quedan tumbados en la esquina del pasillo. Mis tacones infinitos, arquitectura de Alicante, se quedan tumbados y sin respiración. Las plantas de los pies aún me hacen cosquillas cuando los miro. ¿Cuánto tiempo llevan conmigo? Les sonrío. Ellos saben que hemos atravesado, bailando y haciendo eses, el portal algunos fines de semana. También han venido conmigo en las últimas primeras citas y han corrido por la Castellana buscando un taxi. De boda y con vaqueros. Y ahora están en la esquina del pasillo, riéndose de mi mientras les escribo un post.

Esos dos zapatos de ante color camello salen de mis armarios desde hace unos cuantos años. En el mes de septiembre, me esperan, ansiosos, para que los coloque en primera fila, cerca de los jerseys de cuello vuelto, al lado de la falda marrón, que les sienta tan bien y de los abrigos que vienen con ellos y que aún huelen a noche larga de Madrid.

Hoy, los tres, venimos de boda. Y mientras ellos descansan en el suelo frío, yo les escribo un post. A ellos y a esas cosas que me vienen desde lejos y son tan mías como mis caderas anchas, mis ojos bien abiertos y mi boca azul metal.

Temporal

En mi barrio, como es muy barrio, nunca pasa nada. O mejor dicho, siempre pasa lo mismo. Por eso, cualquier día puede pasar lo menos pensado. Y recordarse. Durante años.

Ayer hubo un temporal. Duró cinco minutos, el tiempo justo para azotar las tres palmeras, despegar el agua de la fuente y llenar los coches de hojas inquietas y secas. Justo empezó cuando volvía a casa. Justo me dejé llevar durante unos segundos, los justos para empaparme y llenarme de hojas marrones y amarillas. El agua me azotaba la cara y me llegaba hasta la campanilla. El aire me cerraba los ojos y me abría la boca. Y justo ahí, justo esos cinco minutos, mi barrio fue el centro del mundo. Y yo, durante treinta segundos, estaba viva.

A veces me parece que voy dentro de un coche, con las ventanas subidas y la calefacción puesta. Suena Radio3 y no hay nada que nos pueda molestar (porque los atacos, los semáforos rojos o los conductores maleducados han pasado a la historia. No suenan en mi coche). Pues eso, que sigo conduciendo, haciendo kilómetros, pero con otro desgaste, que no afecta a mi piel, mi pelo y que no me hace cosquillas, ni me da frío.

Ayer, en cambio, me bajé del coche y sentí el viento en la cara, y allí me habría quedado horas, si así hubiera seguido el tiempo, pero un jubilado, desde el cajero del portal me hacía señas para que me refugiara en el techado.

Después no pude dormir y, viendo la tele, he oido una sierra. Eran cuatro bomberos que se abrazaban a un árbol y trepaban sobre su camión, hasta hacer astillas a uno de los plataneros que se ha dejado ir con el temporal. Y ellos allí, a horas que no tienen número, hacían astillas del árbol que se iba a caer. Y yo allí, tan sola y tan chica, y otra vez en pijama en el balcón, volvía a vivir. A mi, con el temporal, me han salido alas, como a las hormigas de invierno. Alas eléctricas, planas y debiluchas, pero alas que me dejan soñar con una hoja de menta en los labios.

El mundo en mi barrio, a veces gira. Y el mío, hoy, otra vez, también. Han vuelto a cantar pájaros perdidos y el árbol ya sólo es astillas y dos ramas sueltas en la acera. Pero los pájaros, cantaban. Creo que han cantado para mí. No era la hora de los pájaros ni tampoco era la mía, la mía de volver a casa. Y allí estaban, piando. Porque sí o por mi. Yo he dejado repiquetear los tacones en la puerta,  porque se que a ellos les gusta cómo suenan y ellos se han callado hasta que me han oido entrar, entonces han vuelto a piar. Me he parado a mirarlos, sin verlos, y los he dejado cantando entre las hojas de los árboles que se volvían a mover.

Por pedir...

Borracho y forzando la voz, con un cigarro negro en la mano y una copa más en la otra, me dijo muchas frases inconexas, sin sentido y que unas tachaban a las anteriores y otras borraban lo que acababa de decir.

Allí seguía, ahora, además de borracho y ronco, estaba despeinado y su cigarro había terminado. A la copa le quedaban dos sorbos, pero no iban a modificar su estado. Ya no podían cambiarlo más.

La cosa es que, con mi natural obediente y mi absoluta confianza en los borrachos, que siempre dicen la verdad, creí a pies juntillas sus consejos y los tomé como máximas para mi nueva vida, esta que hoy voy a gritar (como así me aconsejó) para empezar a cambiarla (que según él, es lo que tenía que hacer).

Bueno, no se realmente si quiero cambiarla o si me hace falta, pero creo que gritar por la ventana, nunca le molestó al que lo hacía. Como mucho, a sus vecinos. Y el aire fresco y mojado de esta noche le vendrá bien a mis pulmones. Ya no son horas, pero voy a gritar. Voy a gritarme qué quiero ser...

Pequeña, lenta, sin necesidad de prisas. Con los ojos bien grandes, y si hace falta, hasta con gafas. Quiero tener un despacho al sol, dentro de un barco. Un ático mirando a un río y desde donde se pueda ver cómo se pone el sol. Quiero no sentirme extranjera en el campo ni sola en la ciudad. Quiero hacer bolsos con una máquina de coser y mover mi mundo con una cámara de fotos y un teclado de ordenador. Quiero comer chocolate y nadar sin cansarme. Tener un perro para pasearlo, en vez de que tengan que pasearme a mí. Quiero tener los bolsillos llenos de entradas para conciertos y para museos. Y por supuesto, quiero saber que tengo casa en Londres, Nueva York, Kenia o Roma. Quiero ser madre, pero me basta con crear (relatos, recetas de cocina o estrategias de comunicación), aunque estoy segura que se me daría mejor lo de criar que lo de crear.

Quizás quiera seguir escapándome, y si me escapo, quiero ser valiente para no volver atrás. Quiero no pelearme, no discutir, no salir cansada del trabajo. Quiero tener ilusión hasta cuando no tenga nada de lo que tengo ahora. Y quiero lo que me falta para tenerlo todo y que es algo que no vale dinero pero cuesta mucho conseguir.

Quiero tener todos los días un hueco para escribir con ganas un post y una idea para que cada día sea distinto y te guste.

Y por pedir, y ya que estamos, quiero un bolso de Piamonte y unos zapatos verdes de tacón. Y un beso azul.

LLueve gris

LLueve gris, y no para. Llueve aire frío, rápido, que vuelve a arrastrar las palabras en el blog. Llueve fuerte y barre las hojas de la calle, y quita del blog lo que sobra, lo ordena y lo coloca. Lo deja todo en su sitio.

Llueve turquesa, y viene un verano de lejos. Unas fotos traspapeladas y escondidas, que aparecen con un beso pegado a la mejilla. LLueve turquesa, y aparecen los sueños: un ordenador y una máquina de coser, una cámara de fotos digital y se mueve el mundo solo.

Llueven mensajes, de Mariló. Cosidos como un post. Corto y profundo, como el aire gris de los cigarros de lunes. Ay, mamá, quiero ser artista. Ay, mamá... menos mal que tengo un blog...