La rubia del museo
Hace poco fui a ver una sala de exposiciones. Allí, como en casi todos los sitios donde se expone arte contemporáneo, no hay que esperar mucho para que aparezcan los personajes propios de estos sitios.Claro, cada sitio tiene sus personajes y los de este tipo de lugares los tienen y bastante definidos.
No tardaron. Dejé atrás la primera sala, donde unas capas de cristales de espejos se agarraban al techo y se dejaban dar forma para ser casi humanas, entré en la segunda y al salir, ya venían los tres, por detrás de las misteriosas capas plateadas y brillantes. Por supuesto, de primeras, no me sorprendieron.
Una mujer. Dos hombres. De los dos hombres, uno era figurante. El otro, artista. Pero el artista tenía menos papel que el figurante. Digamos que era sólo para dar ambiente. En estos grupos, muchas veces, hace falta un artista. Y ese era él: camiseta sin mangas, a pesar de andar ya bien entrado el otoño. Negra, por supuesto, a juego con unos pantalones de cuero del mismo color, un par de músculos en sus brazos (previamente tatuados) y botas de cowboy, muy a su estilo, a pesar de tener acento andaluz cerrado. El otro estaba para que ella hablara y tuviera sentido todo lo que decía (al menos, alguien hacía que escuchaba su ristra de letanías). Y como lo importante era la conversación de ella, no me acuerdo de este otro personaje.
Ella. Rubia, delgada y llena de ella misma. Con un modelo que ya era de última moda en los ochenta, seguía siendo un revival de sí. Año tras año, repetida, pero con más arrugas, menos pelo y más canas. Seguía siendo imposible, pero se ve que en estos últimos veinte años se había crecido, de tal manera, que su voz, igualmente clara, cantarina y subrayada, se hizo notar desde el momento en que dejaron atrás las tres capas metálicas y llenas de reflejos.
Ella, y sus dos ayudantes, pasaron de puntillas por las salas, pero dejando sus comentarios clavados con martillo a las paredes. No dejó de hacer anotaciones al margen. Sus comentarios eran como esos corazones con bolígrafo en los márgenes de los libros del instituto. De repente, te dejan un libro para estudiar ese año y lo encuentras lleno de aburrimiento, de pocas ganas de aprender y de muchas horas perdiendo el tiempo. Esas anotaciones que no quieren decir nada, que ni siquiera son bonitos dibujos y que no hacen más que molestar al que le gusta mirar las cosas con sus propios ojos, al que es ordenado, al que le gusta el espacio en blanco... En fin, que ella, aquella mañana de domingo, sin resaca, había venido a molestar.
Ellos dos. No decían nada. Pero tampoco la mandaban callar. Sonreían, la miraban, se miraban, y dejaban pegados sus ojos en las curvas del resto de mujeres que paseaban por las salas. Quizás, para ellos, lo más interesante de aquella mañana sin vermuth. El artista consiguió escaparse. Ella en cambio se había vuelto a repetir, en este papel de llenar de tachones y marcas el pasillo, acompañada del otro amigo, que ahora que recuerdo, llevaba un sombrero de fieltro negro. Y poco más. Pues eso, el artista andaba escapado y se cayó dentro de una sala minúscula, donde había una proyección.
Yo estaba allí. Me miró, me repasó. Me sonrió. Le quité la vista de encima para seguir con lo mío, que era aquella proyección de silencio, movimientos lentos, paz, tranquilidad, expresiones calmas y pensamientos largos.
Desde el fondo del pasillo, la voz de ella se hacía más intensa. Ahora le explicaba a su otro compañero lo gracioso que había sido aquel pintor al dejar fuera de los marcos anotaciones y cómo la obra no terminaba en su papel. Se sentía brillante y se jactaba de ser la única en haberse dado cuenta de aquello (que curiosamente, estaba referido y subrayado en el resumen que sobre la obra había en una pared, pero claro... Ella no podía haber reparado en eso. No se puede hablar tanto, tan rápido y con tanta capacidad para estar pendiente de ella y de todos los demás y encima, pararse a leer quién y por qué está detrás.)
Por supuesto, oliendo al artista llegó hasta la salita. Pasó por delante mía, con un "cariño, ¿dónde te habías metido?" y con una mano larga, estirada, de uñas rojas, le exposó la muñeca y ya no le soltó, con su conversación fluida e intensa.
Por supuesto, yo me fui, y seguí mi camino, que era el que más lejos me mantuviera de ella... El camino hacia la calle, la luz y otros huecos sin los humos de su voz. Entonces, al salir, buscando los rayos del sol, me acordé de una amiga que conocí en Madrid. Un personaje raro, también excéntrico, como muchos de los que acuden a estos sitios, pero al que no le gustaba hacerse notar. Ella, mi amiga, decía que le gustaría que sus pisadas, al entrar en el Museo, se reflejaran dentro de ella y que no se escucharan fuera. Con tanta sensibilidad, que no hubiera nada de aquel sitio que no le dejara sin marca al salir, aunque fuera el simple sonido seco de sus tacones contra el mármol de las escaleras.
La rubia salió. La volvía a oir cuando me escapaba del museo. Y así me la imaginé: Si levanta sus tacones, se dará cuenta que están limpios. Sin estrenar. Seguro que rojos, de puntera y de aguja. Sin una marca, sin un gramo de polvo y con las tapas sin haber notado el peso de sus pasos. A esta mujer sólo le deja marca ella misma, con sus repetitivos vestidos de los años ochenta, aún por poner de moda y sus uñas lacadas, esas que lo señalan todo y no le dejan ver nada. Los pasillos necesitarán que los vuelvan a encerar. Las televisiones, tendrán que volverlas a encender y los ordenadores, a reiniciar. Al menos, hasta otro domingo sin resaca, no volverá por el museo.
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